Ellos, tú...




Me miran, me miras, y podría devolverles, devolverte mi mirada con el mismo temor que leo, que intuyo en tus, en sus ojos; pero me sobrepongo y aun sin que puedan, puedas ver mi boca, mis ojos esbozan una sonrisa tranquilizadora.

Me duele este abandono, este levantarles, levantarte cada día y tener que dejarte, dejarles aquí, entre las cuatro paredes de su, de tu habitación. Siempre que es posible, trato de ponerles, ponerte cara a la ventana, pienso que la luz te vendrá, les vendrá bien, que al menos, esa pequeña incidencia en sus rostros, en tu rostro, aportará la diferencia al paso de las horas. Y de igual forma, trato de sacar tiempo de donde no lo tengo y pasarme por sus habitaciones, por tu habitación,  para  que mis ojos te acerquen, les acerquen una sonrisa, para que, aunque sea de una forma sutil y apresurada, puedan saber, puedas saber que no estás solo, que no lo están, que seguimos aquí con todos, contigo.

Hay miedo de lo que pueda llegar de afuera pero, me pregunto cada día si esto que tenemos dentro, no terminará siendo el verdadero virus, el más letal. El virus de la soledad, del vacío, del tedio de las horas mirando una pared y con mucha suerte una televisión. Pero, cada nuevo día me pongo mi uniforme, despojándome de mi ropa a la vez que del miedo a ser yo la portadora de lo que no quiero que venga de afuera conmigo, pensando que hoy de nuevo, trataré de que este asilamiento férreo y forzoso sea un poco menos férreo, parezca un poco menos forzoso. E igual que yo lo hago, todas y cada una de mis compañeras borramos el temor de nuestra mirada al entrar a la residencia y esbozamos esta sonrisa que se pierde detrás de una mascarilla pero que aflora en nuestra mirada para ofrecérsela a ellos, a ti.

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