Misterios en El Bierzo. El retratista

 Participo en esta obra colectiva de relatos de terror. El libro es una joya, con ilustraciones de fotografías preciosas, y los relatos... ¡terroríficos!

Orgullosa y más que contenta por formar parte de este proyecto.

https://editoresdeasturias.com/2021/06/12/misterio-en-el-bierzo-mas-madera-editorial/?fbclid=IwAR3FozUD7DVPfJXcKXGLv_M725JWQztyksr1f0eqfA6zPbH6qssBQVtF3NU

 


 

EL RETRATISTA

 

 

 

            —Ahora, señorita, no se mueva, por favor.

            La joven se quedó quieta, tal como el hombre de bigote le indicaba. Reprimiendo sus ganas de bostezar, fijó sus negras pupilas en aquella caja mágica que habría de lograr devolverle un reflejo de su imagen.

            —Un momento y enseguida estará. Siga quieta por favor.

            Quien le hablaba, era don Cristófolo, retratista profesional de la ilustre villa de Ponferrada, asentado en la calle el Pairasín y llegado a esta hacía unos dos años. Su procedencia, todo un misterio para los habitantes de la misma. Contempló en la cámara oscura, la imagen invertida de aquella chica. Sonrió pensando en aquella engañosa visión que las lentes le devolvían: una bella muchacha colocada cabeza abajo, cuya ropa se mantenía quieta y colocada, cual almidonada de forma desmesurada. «Qué pena que esto no sea real, ver toda esa tela alrededor de su cabeza, ver esas piernas que solamente se pueden adivinar». El retratista era asaltado por múltiples pensamientos.

            Un, dos, tres… El fogonazo hizo parpadear a la joven. El olor a magnesio quemado inundó la estancia. Ahora, ya estaba, podía abandonar la forzada rigidez de su cuerpo.

            —Señorita, ya está.

            La acompañante de la señorita Rosalía, se dirigió a él, interesándose por cuándo podrían pasar a recoger el retrato de su señorita. Para ella, una mujer sin estudios, pero de férrea disciplina y fe cristianas, cumplidora servicial de los mandatos de su patrón, el padre de su señorita Rosalía, y veladora de la virtud de esta, lo que hacía aquel hombre, don Cristófolo, era magia. No podía entender cómo era posible que uno mismo quedara dibujado de forma real y precisa sobre una lámina de papel. ¿No sería cosa del demonio, o brujería todo aquello? No, eso ya se lo había preguntado al padre Cipriano, diácono de la basílica de La Encina, y este, algo le había tratado de explicar, liándose con espejos, placas y sustancias extrañas, la verdad que aquel cura tenía paciencia con sus feligreses, y ganas de que estos ganaran en sapiencia, pero a ella, la cabeza solo le daba para cosas sencillas y llanas. Tales como preparar un buen botillo con guarnición para sus señores, que aunque harto sencillo para ella, no era más que un manjar de dioses, tanto que el solo hecho de pensar en ello, hizo que sus glándulas salivales comenzaran a trabajar a destajo. Pensó también en la inminencia del próximo baile, en los botillos, los cachelos, las berzas que tendría que comprar. Aquel sabor sí que era magia, extraída de los buenos trozos de costilla, de espinazo, de rabo, todo ello condimentado con el no menos mágico pimentón. Al menos, esperaba que pudiera haber baile, en los últimos tiempos la  villa estaba revuelta, aunque todo había ocurrido en los últimos dos años, aún no habían caído en el olvido aquellas dos muchachas desaparecidas. Pobrecillas, tan bellas, tan jóvenes. Y un estremecimiento le hizo santiguarse, pensando en la juventud y belleza de su señorita.

            —Dígale a don Torcuato, que dentro de una semana pueden pasar por él. Ha sido un placer—añadió dirigiéndose a la joven, ignorando por completo a la criada. Él sabía moverse en sociedad, él, el gran y único retratista de toda la villa ponferradina y sus alrededores, no podía rebajarse a mirar a una «chacha», él, equiparable a Antoine Claudet[1], de eso nada, había clases y clases, y ese estatus era algo que había que mantener, eso era la sociedad, lo que mantenía a esta en su orden y equilibrio.

            Recogió la placa de cobre recubierta de yoduro de plata, y se introdujo en su laboratorio, en su Sancta Sanctorum particular. Allí, entre los vapores de mercurio, se sentía como el Gran Maestro de Ceremonias.

            Había pasado más de media hora, contemplaba el resultado, don Torcuato estaría más que satisfecho, su hija, exhalaba encanto y una enigmática y atrayente sonrisa en aquel retrato. Con todo el cuidado, instaló este tras un cristal, al amparo de los estragos de la luz, y se dispuso a enmarcarlo.

            «Ciertamente, es una joven hermosa», pensaba don Cristófolo, sintiendo aquel palpitar tan conocido en su entrepierna.

            Era un hombre soltero, distante, introvertido, que compartía su vida con la única compañía de su fiel mayordomo. Entregado por entero a su trabajo en los últimos años, eran pocos los bailes a los que acudía, aunque ahora, contemplando aquella imagen, decidió que este año ya tocaba, que este año sí que acudiría al baile en la casa de don Torcuato, allí, con toda seguridad, tendría ocasión de entablar conversación con la señorita que le sonreía a través del cuadro. Tal vez pudiera llegar a hacerle otro retrato, pero distinto, de otro tipo, como aquellos que tantos problemas le trajeron en la anterior ciudad, como aquellos que hace ya tiempo no hacía en esta. A pesar de lo sucedido, no se había desprendido de ellos, y seguía disfrutándolos y dejándose perder en las largas y frías noches de su soledad.

            Dirigió su mirada al baúl, a su particular caja de Pandora, allí, encerrados con llave, al amparo de miradas curiosas, estaban sus tesoros, sus más bellos retratos. Introdujo la mano en su bolsillo, buscando la llave de la que no se separaba nunca, el día había terminado, nadie vendría a molestarle, podía disfrutar hasta la hora de la cena un poco de ellos. El palpitar de su entrepierna retumbaba ahora ya en su cabeza, y la tela de su pantalón había comenzado a distenderse allí precisamente donde el pensamiento se transformaba en hecho.

            Sus retratos… Cuerpos abandonados de carnes prietas, las Gracias de Rubens en carne y hueso a merced de sus manos, posando de forma lasciva, tal como él pudo colocarlas, porque habían sido suyas, todas suyas, enteramente suyas. Recorrió con su lengua el labio superior, sintiendo el contacto de su bigote, imaginando otro contacto, otro vello, y su boca tragando el exceso de saliva, y su entrepierna palpitando, deseando… La señorita Rosalía era digna del mejor retrato, imaginaba lo que el vestido ocultaba, recreaba el momento de retratarla libre ya de aquellas telas. Imaginaba ya el momento de contemplarla, anticipándose a un futuro incierto, seguramente imposible, o quizás no tanto. Un momento a solas, un descuido, era fácil y él sabía esperar.

            Sí, este año, el ilustre don Cristófolo, el que sabía moverse en sociedad, el educado y galante, el único retratista de Ponferrada, acudiría con sus mejores galas y estudiados modales al baile de don Torcuato. Probaría el tan cacareado botillo con guarnición, que al parecer preparaba como nadie aquella «chacha» que había acompañado a Rosalía, aunque él, tan docto, se referiría al mismo con su nombre en latín «botulus», lo cual impresionaría a la señorita. Sí, ella, Rosalía le esperaba, y él, esperaba tenerla de nuevo delante de su cámara, pero no como la había tenido, sino como deseaba, planeaba, soñaba tenerla, desmadejada, abandonada, a merced de sus manos y de su cámara.



[1] Antoine François Jean Claudet. Fotógrafo francés que realizó su actividad fotográfica en Londres y está considerado como uno de los pioneros de la fotografía.

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