Esa nada que lo fue todo





 

ESA NADA QUE LO FUE TODO

 

 

No, no me arrepiento de lo sucedido. ¿Cómo arrepentirme? Volvería a hacerlo, mañana mismo volvería a hacerlo. Dicen que uno ha de perdonar, que uno ha de ser magnánimo y olvidarse de las ofensas. Imposible. ¿Cómo perdonar todo el daño del mundo? Porque eso es lo que él me estaba haciendo, bueno, ella también.

No sé en qué momento, en qué instante mi mundo, lo que hasta entonces había sido mi vida, comenzó a resquebrajarse, a partirse como un cristal. Al principio fueron pequeños indicios, esa sensación extraña que resuena en nuestra cabeza como un sirena de alarma. Al comienzo suena de forma suave, amortiguada, como que no quisiéramos oírla, aunque ella está ahí, ululando quedamente, como el zumbido de un mosquito, recordándote que no estás loco, que no estás ciego, que algo está pasando. Te despierta por la noche y te acompaña a lo largo del día. Y percibes esos pequeños cambios de comportamiento, te das cuenta de esas rutinas alteradas. Y está la mirada, algo tan patente como la mirada. Su mirada, esos ojos que ya no se posan en ti, que esquivan los tuyos. Supongo que los ojos no pueden mentir nunca, por más que nuestra boca se empeñe en ello, ellos siempre cuentan la verdad.

—¿Te pasa algo? —pregunté muchas veces.

—Nada —respondió otras tantas. Nada… qué adverbio de cantidad más falso. Nunca en nada pasó tanto, pasó todo. Nada me decía su boca y sus ojos esquivos me confirmaban que estaba pasando todo, que la grieta se estaba agrandando y que yo, terminaría perdiendo pie en el suelo, para precipitarme sin remedio en ella.

Me sentí despreciado, pero eso hubiera podido soportarlo. No podemos obligar nunca a nadie a que nos ame. El amor que entregamos, no significa que vaya a ser correspondido. Entiendo que el paso de los años difumina todo. Comprendo que la rutina fue el asesino que se coló en nuestra historia. Hasta ahí, hubiera podido soportarlo. Ocurre todos los días, no hubiera sido el primero ni iba a ser el último. Hubiera agradecido sinceridad, haberle puesto palabras y hechos a la nada, pero de verdad, que podría haberlo obviado y seguir con mi vida, al menos con lo que me quedó de vida, que en aquellos momentos no era más que unos sentimientos heridos que yo me esforzaba en lamer, como un perro que esperara un milagro en sus heridas gracias a esos lamidos. Me hubiera quedado tranquilo, aunque herido, pero sé que las heridas las cura el tiempo, sé que todo hubiera terminado por difuminarse, y que pasados los años, hasta hubiera podido sonreír pensando en aquel naufragio. Sé, o creo saberlo. Una cosa era perderla a ella, ver como la que un día dijo amarme, se alejaba de mí con indiferencia y sin mirar atrás en ningún momento. Hasta puedo entender que la felicidad es egoísta y no quiere mirar atrás, porque lo único que desea es vivir el presente. Yo sobraba, estaba de más. Podría haberme retirado con elegancia, herido sí, pero elegante y sin perder la compostura.

Las leyes tienen la culpa, o mejor sería decir, aquellos que gustan de jugar con ellas para beneficiarse de modo propio. El dolor dio paso al estupor, y este al odio. No hay peor sentimiento que el odio, te envenena el alma, no te da tregua. El mal termina por recubrirte por entero, como una voraz enredadera, tupiéndolo todo, sin apenas darte margen para respirar. Él era un viejo, podría haber sido mi padre, eso en un principio me dejó sorprendido, creí que la conocía, que a lo largo de nuestros años juntos, me había aprendido sus gustos, pero al final te das cuenta de que nunca llegas a conocer a la otra persona, conoces algunas caras, pero cada uno de nosotros somos poliedros complejos, con múltiples caras desconocidas. Él era un viejo, y era abogado. Un hombre distinguido que, por edad, podría haber sido su padre, haber sido mi padre, si no fuera porque el mío fue un labriego. Sí, un hombre educado, instruido, mayor y abogado. Entiendo que él se viera deslumbrado por ella, tan joven, tan bonita aún, pero ella, ¿qué encontró ella en él? Creo que la avaricia. La avaricia de tener una vida mejor, de no tener que estar todo el día echando cuentas, de poder presumir en restaurantes, de quitarse de en medio a un botarate de vaqueros y camiseta para poder caminar junto a un hombre trajeado, poder ir del brazo de Don… ¿O se enamoró de él? Me permito dudarlo, me cuesta mucho creerlo. A veces, disfrazamos de amor cosas que ni se le parecen, pero que vistiéndolas con ese disfraz, tratamos de engañarnos a nosotros mismos y a aquellos que nos rodean. Pero de verdad, que me hubiera dado igual. Dolido y desolado, pero me hubiera dado igual. Hubiera podido soportar que disfrutara, que paseara del brazo de Don... Hubiera podido soportar las chanzas en el trabajo, los murmullos en el vecindario, las miradas conmiserativas de la familia. Todo lo hubiera soportado. Lo que no iba a soportar, lo que no iba a permitir, es que quisieran despojarme de todo, alejarme de mis hijos, transformar la que había sido nuestra casa, en su casa. Porque sí, el era un hombre educado, instruido, mayor y el abogado al que recurrió para que le llevará el divorcio. Él era el que iba a encargarse de regir mi vida. No le había llegado con alejarla de mí, aunque esto no sea más que una estupidez, nadie se aleja de donde no quiere alejarse, que pretendía borrarme, como si yo fuera un mero trazo hecho a lapicero. Quería utilizar las leyes como una goma de borrar, borrándome para mis hijos, borrándome de mi domicilio.

Tenía que hacerlo y lo hice. No fue difícil, supongo que lo que menos esperaban es que el mindungui desolado en el que me estaban transformando, fuera a ser capaz de hacer lo que hizo. Solo tuve que seguirles un par de días, estar atento a sus rutinas, calibrar el momento oportuno. No dudé en ningún momento.

Aquel día me levanté feliz, era el primer día, después de mucho tiempo, que me levantaba feliz. Por fin iba a terminar todo aquello, por fin iba a borrar de su cara aquella sonrisa de superioridad. Me introduje en la cochera aprovechando la salida de un vecino, fue fácil, sabía ya la rutina de los mismos. Allí hice la espera, apostado detrás de su coche. Apenas recuerdo nada de aquella espera más que el sonido de mi corazón, tan potente su latido, que hasta retumbaba en mi cabeza. Fue corta, eso sí. En cuanto tuve consciencia de su presencia, me preparé para actuar. Aferré la escopeta con firmeza y salí de detrás del coche a su encuentro. Qué placer comprobar aquella cara de asombro, aquellos ojos inquisitivos, aquellos labios queriendo esbozar un ¿pero?, un ¿qué?, preguntas a las que no di tiempo a verbalizarse, porque los disparos lo abatieron en el suelo. Aquellos ojos ya no volverían a mirar, aquellos labios ya no volverían a preguntar. Se había terminado el tiempo para el abogado. Ella gritaba, no recuerdo el qué, también le disparé, más para asustarla que para otra cosa. Podía haberla matado, y no lo hice. Le perdoné la vida, quizás, tal vez, seguramente, aún la quería. Quizás, tal vez, seguramente, aún la quiero.

            Me quedé allí, mirándolos, esperando a ese destino que yo había elegido. Me sentí libre, qué ironía. Escuché las sirenas en la lejanía, y pensé mi respuesta a los interrogatorios que habrían de llegar. Nada… no me pasaba nada, lo había hecho por nada. Por esa nada que lo fue todo.

 

Comentarios

Entradas populares