Revista cultural Albela

En Mugardos, Apelón Educación edita una revista cultural preciosa, llamada Albela. Que hayan contado conmigo, que hayan querido incluir dos relatos de mi cosecha en la misma, ha sido una maravillosa alegría. 

Ayer fue la presentación de la revista, en un espacio maravilloso, como es la baliza de La Palma. Para cada uno de mis relatos, han escogido a su vez unas maravillosas fotografías. ¡Qué bonito! Escribir y que te lean, nada más que eso. ¿o aún algo más?

LA PINTORA

 

      Con el pincel sujeto entre sus dedos, contemplaba el lienzo en blanco. Entrecerró levemente sus ojos, imaginando lo que quería plasmar en aquella tela aún inmaculada. A través de la ventana se adivinaba un paisaje húmedo y verde, envuelto en los difuminados brillos de un lánguido otoño. Las hojas alfombraban los caminos, y en breve, llegaría el invierno, y con él los días grises y oscuros. Cada fin del verano era como la terminación de un amor. Un amor sobrevenido en primavera, que terminaba languideciendo cada nuevo otoño. Era triste, pero llenaba su vida de dulces y vívidos recuerdos, siempre los suficientes para abrigarse bajo ellos en el frío y largo invierno.

      Humedeció sus labios y comenzó a extender pinceladas suavemente...

Suavemente su mano se deslizó recorriendo su espalda. Ella sintió cómo una corriente eléctrica recorría su cuerpo, dispersándose a lo largo de cada poro de su piel. Fuera, el sol ardiente agostaba los campos, pero allí dentro, bajo aquellas sábanas, latía un mundo húmedo y cálido que lejos de agostarla, la hacía renacer. Sus pensamientos sólo le albergaban a él por entero. Sus manos, su boca, el olor de su piel, el vello ensortijado que cubría su pecho. Todo era él dentro de ella. La vida seguía su curso, el tiempo no dejaba de precipitarse en su propio olvido, la tierra no cesaba de girar sobre su eje, pero en aquella habitación todo se suspendía, se posponía. El tiempo se entregaba a los latidos del deseo.

      Una gota de sudor resbalaba lentamente por su espalda, ella siguió su curso con su dedo índice, marcando lentamente un camino sinuoso. Hizo un alto y aproximó sus labios, sorbió con deleite aquella piel. Si el sentido de vivir ha de tener un sabor, éste ha de ser una mezcla entre dulce y amargo, éste ha de ser, era, el sabor de él.

      Le ordenó tenderse de espaldas y estarse quieto. Sus ojos recorrieron sus anchos hombros, su estrecha cadera, el dibujo de sus nalgas, sus piernas. Se recostó encima. Mordiéndole la oreja derecha le susurró al oído que, a veces, le gustaría transformarse en hombre para tomarle por detrás. Ambos estallaron en sonoras carcajadas. Una alegría líquida discurría entre ellos, como un río de rápidas aguas en el que se dejaban arrastrar. Él se volvió y clavó su mirada en ella cargada de deseo. Asiéndola por las caderas, la sentó encima de él. Ella comenzó a moverse, lentamente al principio, dejándose mecer en una deliciosa cadencia. Se arqueó emitiendo un gemido y se dejó caer, descansando sudorosa sobre su pecho. Él siguió acariciándola. Afuera, el sol seguía presente. Pensó, que ese mismo sol  yacía allí, en su cama, debajo de ella, dentro de ella. Ella, que como buen planeta Tierra, giraba describiendo una elipsis ininterrumpida a lo largo de aquel verano.   

      Se mordió el labio inferior y caminó hacia atrás unos pasos para poder contemplar el lienzo iniciado. No era un cuadro, ni era un pincel lo que sostenía su mano. Era un folio lo que en verdad contemplaba y un bolígrafo lo que sujetaba. Era una historia escrita, una historia pintada con palabras de múltiples colores, al igual que un cuadro.

      Fuera, se adivinaba un paisaje húmedo y verde, envuelto en los difuminados brillos de un lánguido otoño. Humedeció sus labios y comenzó a escribir.

 


 

ATEA

 

            A veces me abandono, como si entregara al mar un costero de los que apuntalan mi interior. Veo el trozo de madera flotando y al mismo tiempo, siento ese derrumbe que su falta en mí ha originado. Entonces advierto que tus recuerdos me asaltan por sorpresa, liberados ya en ese derrumbe. El mar sigue moviendo el puntal caído y yo, me quedo mirando para él, como hipnotizada en ese constante vaivén que las olas imprimen en el mismo.

            Vuelvo a encontrarme contigo y tu casa vuelve a ser un espacio cálido de encuentro. Camino a tu lado en silencio, asida a tu mano y volviendo a pisar de nuevo aquel suelo de mármol blanco y negro a modo de damero. No jugábamos ninguna partida y nuestros pasos siempre nos llevaban al mismo sitio, indefectiblemente estábamos abocados a repetir aquel dulce camino que terminaba a los pies de un lecho de sábanas blancas. Puedo aún sentir aquella premura en quitarnos la ropa, en eliminar cualquier barrera, por fina que fuera, que impidiera notar solamente nuestra piel. Y permanecíamos de pie, casi desnudos frente a frente, haciendo aguardar aún nuestro peso a aquel lecho, que seguía esperándonos impoluto en su blancura. Sentía tus manos recorriendo mi espalda y yo posaba las mías en tu hombro y tu nuca mientras nuestras lenguas se enlazaban. Y aquellas mismas manos, las que me acariciaban, las que recorrían mi espalda, desabrochaban mi sujetador y bajaban más, más aún, hasta posarse en mis caderas y comenzaban  a deslizar mis bragas lentamente. Y era aquel contacto de tus manos y el encaje deslizándose por mis nalgas, por mis piernas lo que marcaba el punto de inflexión, el instante en que toda yo se abandonaba, se rendía ya ante todo lo que sabía habría de llegar. Y era entonces, solo entonces, cuando nos sumergíamos entre la blancura de las sábanas, despojados ya de cualquier disfraz, desnudos ante la vida y ante la verdad de los sentimientos. Y yo, que nunca he sido creyente, que me ha costado siempre tanto creer en nada ni en nadie, que por no creer, no he creído ni en mí misma, recuperaba por entero toda la fe perdida y me transformaba en la mujer más beata que hubiera pisado la tierra, abandonándome por completo a aquella religión monoteísta donde el deseo se erigía como dueño y señor de cada instante.

            Húmedas, manchadas y arrugadas ya las sábanas, regresábamos a nuestra ropa, a nuestra condición humana, a nuestra impostura, restituyendo una a una las prendas quitadas. Pero mis manos no eran ya tus manos y abrocharme, subirme y ceñirme la ropa anteriormente quitada, me parecía el preámbulo de un túnel en el que en breve me introduciría para regresar a la insípida e inodora realidad de la vida. Regresar nuevamente al ateísmo y a la mera cuenta del tiempo que habría de pasar hasta volver a verte.

            Pero, inevitablemente todo termina, al igual que habrá de terminar esta nuestra humanidad. Y hoy aquí, mirando al mar, y desprovista de cualquier atisbo de creencia, rememoro impregnada de nostalgia el contacto de unas manos que en su día insuflaron la fe en todo mi ser. Y las olas que rompen, deshechas ya en espuma de rota blancura, me parecieran las usadas y húmedas sábanas de un perdido lecho de deseo y amor, tan perdido como mi fe.

 

 


 


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