Entrega de Premios de La Casa de León en La Coruña. Amalfi.
Hoy, 22 de noviembre, tuvo lugar la entrega de Premios de La Casa de León en La Coruña. Fue un acto muy bonito que disfruté mucho. No siempre se gana el primer premio, pero este tercero, también me ha dejado un excelente sabor de boca, igual de bueno que la celebración que tuvimos después.
Lo más bonito del día, la presencia de mucha gente de El Bierzo, como el gran Emilio Vega, o la maravillosa Nidia Beltramo.
Me he quedado con ganas de repetir, así que, el próximo año, volveré a intentarlo de nuevo.
https://www.diariodeleon.es/leon/251123/2067169/festin-premios-casa-leon-coruna-fotos.html
Las casas de colores se precipitan al vacío. Viéndolas desde determinada perspectiva, parece que el mar las reclamara, que permanecieran en un precario equilibro. El Tirreno espera, como si supiera que, más pronto que tarde, dejarán de ser reflejo para transformarse en parte suya, sumergidas ya en sus aguas, hundidos sus colores en el azul profundo.
Pienso todo esto, mientras yo misma me columpio sobre el abismo de mi propio e insondable océano, que no es otro que la necesidad, nunca satisfecha, de llenar esta especie de vacío, este agujero negro que no deja de girar en mi interior. Sueño con esas casas, con esa costa lejana y de nombre atrayente: Costa Amalfitana. Anclada en el interior, dejo vagar mi imaginación hacia Amalfi, Sorrento, Positano… Nombres que me llenan el paladar de azules, que me introducen de lleno en la nostalgia de aquello que nunca es y que sin embargo, desearía que fuera. Como una sirena que persiguiera el olor a salitre, mientras degusta con desidia unos espaguetis y contempla los tejados de pizarra a través de la ventana, mientras en la televisión, emiten el enésimo reportaje de esa costa que nunca conoceré, en la que nunca estaré, y que sin embargo siento tan propia sin haberla pisado.
Mi infancia se reduce a un reflejo. Fui así dos niñas, la real y la inventada. La que existió y la que creí existía en los espejos de las casas que habité. La niña de interior y la niña marina. Mientras una paseaba por paisajes terrenales, siempre difíciles y decepcionantes, la otra viajaba descubriendo todos los mares, disfrutando de todas las costas. Mientras la una acudía sin descanso a la biblioteca, la otra se introducía en los libros y se escapaba dentro de ellos. Siempre libros marinos, azules turquesa. Tal vez se halle en mí un alma fenicia, o me haya poseído el espíritu de algún navegante. Yo, viajera de los atlas y de las enciclopedias, encontré en la Costa Amalfitana el eco de una vida que nunca tuve, que nunca tendré. Hoy, fusionadas ya esas dos niñas, el resultado es una mujer con querencia marina, con amor a esa determinada costa italiana. Una mujer que colecciona cuadernos de fotografías, reportajes de viajes sobre la misma, todos ellos se hallan alineados en la estantería. Todos ellos son bellos, los tengo numerados y tengo en mi memoria todas sus fotografías. Podría moverme por esa costa con los ojos cerrados. Podría habitar cualquiera de esas casas, conozco sus ventanas, sus portales, a qué hora les da el sol y las diversas tonalidades de las estaciones sobre sus fachadas. Podría pasear por las calles de todas esas poblaciones. Podría…
Lo vi en el supermercado. Me quedé allí, parada con la boca abierta, tan absorta en el imposible que la voz de la pescadera, gritando el número correspondiente con el turno, hubo de sacarme del trance. No, no compré en la pescadería, me limité a introducirme el papel con el turno en el bolsillo del pantalón vaquero y procedí a seguirle por el comercio. Mi corazón latía, lo sentía en el pecho, en las sienes, retumbando de dentro afuera en sus oídos. Era él, no tenía ninguna duda. Conocía todas las fotos, me sabía de memoria cada casa, cada cara, cada barco, cada ola de mar que en ellas había. Llevaba años mirando aquellos álbumes numerados, él era el que estaba arriba del todo de la estantería, lo sabía. Dentro de ese álbum, lo había conocido y ahora, ahí estaba, comprando unas latas de conserva y una barra de pan. Tan moreno, tan fuerte, tan con ese aire italiano y marinero, tan él, habitante de Amalfi. Decidí seguirle, no podía perderlo. Tantos años fantaseando y ahora la fantasía estaba allí, hecha carne. No, no paseábamos por estrechas calles, no se oía el mar más allá de las fachadas, pero él era ese hombre marino, ese hombre viajero que llevaba años sonriéndome desde uno de mis álbumes. Podría haber sido cualquier otro, en las fotos salían varios, o haber sido una mujer, pero tuvo que ser él, el que siempre más me había gustado, el hombre de la mirada enigmática. ¿Y si era un viajero del tiempo? Aquellos álbumes que con tanto esmero numeraba, ya tenían sus años y sin embargo, el hombre estaba igual que en la fotografía, nada en él había cambiado. Caminando tras él, creí que llegaba a mí su olor, sí, tenía que ser él, no lo dudaba ya, dejaba un rastro de olor a mar. Se introdujo en un portal y la puerta se cerró tras él. Nerviosa, esperé un poco y más nerviosa, entré en el portal en cuanto pude, aprovechando la salida de un vecino. Leí los buzones: Enzo Salerno. Repetí mentalmente ese nombre como una letanía, Enzo Salerno, Enzo Salerno… Tenía una dirección, tenía un nombre, tenía un plan. Regresé a casa. Me abalancé sobre la fila de álbumes y cogí el de arriba del todo. Pasé frenéticamente las páginas, allí estaba la instantánea de Amalfi, el día soleado, la pintura de colores de sus fachadas y la gente en sus calles. Pero no, ¡no podía ser!, donde llevaba años viendo al hombre, viendo a Enzo Salerno, ahora no había nada, un vacío, una silueta oscura, simplemente eso. Era imposible….
Me he levantado agitada, he tenido un sueño, que más bien pareciera una pesadilla. En él se mezclaban mis cuadernos de fotografías y un hombre. No he conseguido recordarlo por entero, pero había algo en el mismo de todo esto. Me he mirado en el espejo, ojerosa, despeinada. Ya no queda nada de la niña, ni fuera, ni dentro del espejo, dentro de poco, no quedará nada de la mujer, seré una anciana de tez arrugada que se habrá pasado la vida mirando fotografías que nunca ha hecho, soñando con sitios a los que nunca ha ido, amando a hombres a los que nunca ha conocido. Una sirena varada en tierra, anclada por sus miedos.
Caliento la leche, preparo una tostada. Los tejados de pizarra siguen ahí fuera. Quisiera escuchar el graznido de alguna gaviota, estoy segura de que en esos pueblos se escuchan las gaviotas. Sé cómo suenan, las he oído en algunos vídeos. Me imagino el júbilo de los antiguos navegantes al encontrarse con ellas, ellas eran el presagio de esa tierra que estaban por descubrir. No veré a las gaviotas, no…
—¿Qué piensas? —La besó en los labios y volvió a preguntarle lo mismo—: ¿Qué piensas?
Se habían conocido hacía poco tiempo. Cada uno tenía su vida, pero compartían momentos, tardes tórridas de amor lento, de risas y deseo. Se entregaban sabiendo de la fugacidad de los momentos. A ella le gustaba descubrir las constelaciones en los lunares de su espalda. Deslizaba la lengua por su columna vertebral y transformaba aquella piel, en todo un mapa del cielo nocturno, anotando cada lunar estrellado con un beso, y eran tantos los besos que terminaba por darle, que aun así, la cuenta nunca alcanzaba su final. A él, le gustaba escucharla, mirarla mientras hablaba. Siempre le contaba historias, historias de mares y de vida. Le gustaba tenerla encima, saberla dueña de su deseo. Descubrir en el brillo de sus ojos las más dulces perversiones.
—Pienso que voy a escribir una historia sobre una mujer que ama la Costa Amalfitana. La mujer tendrá un sueño y… no sé, de momento he pensado eso, ¿qué tontería, no?
—¿La costa qué?
—La Costa Amalfitana, ¿no sabes? Yo, la he visto en la televisión, son esos pueblos tan bonitos, con las casas de colores que se precipitan hacia el mar. No sé por qué, pero me ha asaltado ese pensamiento. —Y ahora fue ella la que le besó y no dejó de hacerlo hasta volver a amarse de nuevo.
Cogió el coche y condujo de nuevo hasta su vida. Por delante, una nueva espera. En su mente, una nueva colección de momentos. Él le gustaba, le gustaba el deseo que anidaba en su mirada y como la besaba. Sintió una desazón, un desasosiego, pensando en todas las cosas que nunca haría a su lado, en todos los viajes que nunca harían, en todas las noches que nunca dormirían juntos, en… No era la primera vez, él no era el primero, aunque estaba ya tan cansada, que deseaba fuera el último. Alejó el pensamiento de un imaginario manotazo, y pensó de nuevo en lo que le gustaría escribir. Pensó en esas dos historias dentro de una misma. Porque su personaje, sería una mujer, una mujer ya algo cansada que tendría un sueño, por lo que realidad y fantasía terminarían enredándose. Sería una mujer varada en tierra y soñadora de mares.
Llegó a casa, aparcó el coche y echó un último vistazo a su teléfono. Abrió la puerta, dentro su vida establecida, serena, tranquila. Cerró, dejando fuera la locura. Aún tenía que ducharse, pero ya preparaba en su mente la historia y pensaba en esas primeras frases que vendrían a darle forma. Mientras el agua caliente se deslizaba por su piel, borrando ya todo rastro de él, su cabeza comenzaba a hilvanar esas primeras palabras que quizás, que tal vez pudieran llegar a ser:
Las casas de colores se precipitan al vacío. Viéndolas desde determinada perspectiva, pareciera que el mar las reclamara, que permanecieran en un precario equilibro. El Tirreno espera…





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