La señorita Doña Teresa. Finalista en el XIV Concurso de Relato Breve del Ayuntamiento de Arnedo. Año 2008
La Señorita Doña
Teresa
Teresa, la soltera, era una señorita de mediana
edad. Vestía siempre de forma sobria: faldas rectas con el largo adecuado, por
encima del tobillo, por debajo de la rodilla, ni un centímetro menos, ni un
centímetro más; chaquetas sastre haciendo juego, en un abanico de colores que
nunca había pasado de los serios grises, diplomáticos azules o negros. Camisas
impecablemente blancas y diferentes broches en la solapa. Zapatos de medio
tacón y medias a lo largo de todo el año, negras y tupidas en invierno, en
crudo y ligeras en verano. Cuerpo torneado pero perfectamente camuflado. El
pelo recogido en una férrea coleta, bien tirante y estirado dejando el rostro
así completamente despejado. Un rostro límpido, libre de maquillaje. Unos labios
bien dibujados, siendo más pronunciado el inferior que el superior, aunque a
menudo descarnados, pieles secas que ella solía morderse de forma inconsciente.
Una nariz recta, patricia. Unos ojos oscuros de largas pestañas, escondidos
tras unas gruesas gafas de pasta oscura. Manos blancas, cuidadas, a salvo del
frío en invierno, siempre metidas en guantes de piel negros.
Toda ella era un contenido dentro de un conjunto
perfectamente dibujado de líneas firmes y bien definidas. Huérfana hoy en día,
regía su vida de acuerdo a su trabajo, maestra en un prestigioso colegio
privado de la ciudad. Tenía fama de inflexible y severa, pero para ella, entre
alumno y maestra existía una línea que nunca se podría cruzar; y no es que se
sintiera en un pedestal, pero llevaba a gala la sobriedad en todos los aspectos
de su vida, mucho más allá de su mera imagen exterior. Le gustaba tener sus
semanas, sus días, perfectamente reglados, medidas horarias que nunca
trasgredía. El tiempo de vacaciones, sobre todo el verano, era un mero impasse, tedio y aburrimiento, horas
perdidas y miradas continuas a un calendario cuyos días se hacían entonces tan
lentos y pegajosos como el sol reinante en la calle.
Pero ahora era de nuevo Septiembre, sus tacones se
clavaban con fuerza en el suelo de la entrada del colegio; toda una nueva
sucesión de meses llenos ya de sentido. El traje perfecto, el peinado
intachable, las gafas justamente colocadas en el centro del puente de su recta
nariz, cuyas aletas se movían imperceptiblemente al ritmo de su ilusionada
respiración. Se reunió en la sala de profesores con sus compañeros. Como todos
los años por estas fechas, el que más y el que menos comentaba las vacaciones
disfrutadas. Hacía años que habían
renunciado a incorporarla a este tipo de conversaciones, ya que invariablemente
su respuesta a la pregunta de: –Teresa, y tú ¿qué, fuiste a algún sitio?- era
–no-, sin ningún otro detalle ni pista para poder deslizarse por la
conversación.
Allí estaba Elvira, la profesora de inglés, tan
desarreglada como siempre, al menos a su entender, con unos pantalones vaqueros
gastados y una camisa algo arrugada de múltiples colores, ¿cómo pedir un decoro
y un saber estar a los alumnos cuándo uno mismo no era capaz de predicar con el
ejemplo? Se preguntaba esto mientras esperaba con auténtica necesidad el
momento en que la campana sonara y aquella reunión se disolviera y entonces sí,
el olor a libros nuevos mezclado con tiza, el refugio de su aula y la mirada
desconcertada de los nuevos alumnos.
- Toma Teresa, es para ti –. Había estado tan
ensimismada en sus propios pensamientos que apenas pudo llegar a enterarse de
que su compañera había estado este verano en la República Dominicana
y que aquello que le había entregado, aparentemente un rollo de tela áspera,
que ahora sostenía un tanto azorada entre sus manos, era un recuerdo de aquel
viaje. Apenas pudo balbucear un – gracias, no tenías que haberte molestado –.
El sonido de la campana llegó a rescatarla de la amplia sonrisa de Elvira.
Sus manos cepillaban el pelo. El rostro sin gafas y
liberado ya de la tirantez de la coleta, la expresión relajada. Contempló aquel
rostro en el espejo, el óvalo de su cara enmarcado por el pelo suelto, podría
haber sido bella, pero medio siglo es ya mucho tiempo y ella, tenía una imagen
que preservar. Fuera de aquellas cuatro paredes, era la Señorita Doña Teresa,
respetada y a veces temida por sus alumnos, pero aquí, delante de ese espejo,
pensaba más en Teresa simplemente, pensaba más en lo que podía haber sido que
en lo que era, pensaba que toda su vida tendría que haber sido diferente.
Había sido un buen día, un inicio de curso perfecto,
como siempre. Preparó sus cuadernos para el día siguiente, allí, dentro de su
maletín, descubrió la tela enrollada que Elvira le había entregado, inmersa en
la tarea de ir descubriendo a sus nuevos alumnos, se había olvidado por
completo de ella. Sus manos lentamente la fueron extendiendo. Ante sí fue
apareciendo una hermosa puesta de sol, una playa apenas iluminada por los
rojizos rayos, una barca encallada en la arena y la silueta de un hombre de espaldas
contemplando aquel rojo horizonte. Era una hermosa estampa, bastante alejada a
su entender de los estereotipos caribeños de palmeras y sol ardiente. El mar
aparecía tranquilo, mecidas sus aguas en pequeñas ondulaciones que afloraban a
la superficie, el hombre era moreno y su torso estaba desnudo, un pantalón
blanco cubría su parte inferior, éste parecía moverse al ritmo de una suave
brisa. La barca y el hombre transmitían una sensación de espera, o tal vez
simplemente de descanso, después de una jornada concluida. El sol se apagaba y
sus rayos morían en la arena, en el agua, en la piel de aquel hombre, en la
madera de aquella barca. Pensó que la tela no estaba nada mal, al día siguiente
la llevaría a enmarcar. Elegiría un marco elegante color cerezo, que hiciera
juego con los muebles de su dormitorio, porque era allí donde pensaba
colocarlo. Pensó a su vez, que Elvira tenía mejor gusto para elegir un cuadro
que para elegir su atuendo diario.
Al principio fueron pequeños detalles,
imperceptibles para el ojo no acostumbrado, pero significativos para aquellos
pocos, que aún guardando las distancias, conocían su inflexibilidad en el
atuendo y en el peinado. Un mechón fuera de su sitio en la coleta, sobre la
chaqueta el broche algo torcido, los trajes antaño impecablemente planchados
ahora mostraban alguna que otra arruga. A todo esto se unió una evidente
pérdida de peso, y no es que la Señorita Doña Teresa fuera gorda, pero siempre
se había mostrado como una mujer torneada, con la carne bien colocada sobre sus
huesos. Ahora, los trajes, antaño delineando su cuerpo, habían pasado a colgar
de forma holgada sobre sus hombros y caderas. Los comentarios no se hicieron
esperar entre sus compañeros: ¿qué rara está Doña Teresa?, ¿te has fijado, se
la ve más delgada no?, yo creo que tiene ojeras ¿verdad?. Eran preguntas y
afirmaciones pronunciadas a su espalda, murmuradas a media voz, porque a pesar
de todos estos cambios apreciables en su físico y en su atuendo, la Señorita
Doña Teresa seguía mostrándose tan fría y distante como siempre había sido.
No era consciente de que lo hasta ahora importante,
principal y único en su vida, había ido pasando progresivamente a un segundo
plano. No, lo fundamental ya no eran las horas de colegio, los días de trabajo,
la raya impecable en las mangas de sus camisas o la perfección en la tirantez
de su peinado. Ahora todo era una sucesión de miradas furtivas al reloj,
queriendo, deseando que avanzara lo más rápido posible para así volver
apresurada a su casa, a su secreto; para una vez allí poder vivir. Vivir como
nunca había vivido, vivir relegando todo a un plano secundario a excepción de
su felicidad y lo que proporcionaba dicho estado, hasta ahora desconocido.
Pensaba que su medio siglo largo de vida había sido simplemente una espera, aún
sin ella saberlo hasta ahora, una espera de este hoy. Su casa reducida a un
cuadrado enmarcado en madera color cerezo. Se pasaba todas las horas posibles
contemplando aquel cuadro. De pie, sentada o tumbada, con sus ojos fijos en el
lienzo, bañada toda ella en aquella puesta de sol. Pero ya no era una mera
observadora pasiva; dejaba su pelo suelto, su ropa arrugada tirada a sus pies,
y a través de sus ojos saltaba allí dentro, fundiéndose con el paisaje, pisando
aquella arena, notando la brisa cálida del atardecer en la blanca desnudez de
su cuerpo, escuchando la grandeza del océano y el dulce romper de las olas
sobre la proa de la encallada barca, dejando que él la tomara de la mano para
poder perderse en los plurales, y ya nunca más en solitario singular. Cada día
le costaba más abandonar aquel paraíso, dejar el cuadro colgado sin más y
volver a la pobre realidad de su rutina, antaño tan deseada y ahora aborrecida.
Cada día necesitaba más tiempo para poder perderse y por ello arañaba todo el
posible a las tareas del planchado, del cepillado y hasta del cocinado.
Llegó Abril, los puntos de colores de la primavera,
las vacaciones de Semana Santa. Por primera vez se sentía feliz, desbordada
ante la maña felicidad de poder pasar toda una semana sumergida en su lienzo. Había
experimentando en las vacaciones de Navidad el perderse durante largo tiempo
dentro de él, pero un irreflexivo miedo la hacía siempre volver. Ahora había
dejado esa sensación atrás, y cada día se afianzaba más dentro de aquel
paisaje. Miraba el calendario sin
descanso, degustando por anticipado aquellos días que ya estaban próximos a
llegar. Impuso toda una serie de tareas a sus alumnos, para que no dejaran a un
lado el hábito del estudio en los días de descanso, a pesar de importarle todo
ya poco, seguía valiéndose aún de los tics y comportamientos asimilados a lo
largo de todo su pasado. Su pasado...
todo era pasado ya a excepción de su cuadro, de su secreto.
Y pasaron los días, y la manecilla del reloj del
curso escolar volvió a colocarse en un nuevo inicio. Una nueva mañana, una
nueva reunión en la sala de profesores, nuevas conversaciones y alguna que otra
escapada vacacional comentada en detalle. Y el timbre que suena y la extrañeza
de todos porque ella, la Señorita Doña Teresa, hoy no ha llegado. Llamadas a su
casa sin respuesta, y el día que termina sin saber nadie nada de ella.
A falta de familia conocida, Elvira, la profesora de
inglés, y Ángel, el director, deciden acercarse hasta el edificio donde vive,
tal vez la portera o algún vecino puedan saber algo. Pero no, nadie sabe nada,
llevan muchos días sin verla, sin escucharla. La portera recuerda que la vio
regresar a su casa como siempre, hace de ello dos semanas ya, y que desde
entonces, no ha vuelto a verla y no recuerda para nada haberla visto salir.
Deciden subir a su piso temiendo que algo le haya ocurrido o esperando
encontrar algo que venga a explicar lo inexplicable tratándose de la Señorita
Doña Teresa.
El edificio es viejo, el ascensor gime y se queja
hasta que llegan al cuarto. La portera echa mano al manojo de llaves y abre la
puerta. El piso huele a cerrado y está oscuro. Insistentemente llaman: Doña
Teresa, Doña Teresa... pero nadie responde. Flanquean la puerta, un piso
antiguo con muebles antiguos, pero pulcro y funcional. Suben las persianas
tratando de ver algo, pero allí no hay nada más que el maletín de Doña Teresa
abandonado en la cocina, en el dormitorio sus zapatos y su traje amontonados
reposan en el suelo. Es extraño, nada más fuera de lugar, ningún desorden,
ninguna nota, ningún indicio de la Señorita Doña Teresa. Deciden salir y avisar
a la policía, dejar todo a unos ojos más expertos y profesionales, ellos ya han
llegado hasta donde han podido, nada más pueden hacer. Elvira echa una última
mirada al dormitorio antes de salir, muebles antiguos de color cerezo y un
cuadro en la pared. Sonríe al comprobar que es precisamente el lienzo que le
entregó como regalo al principio del curso, aquel comprado en Santo Domingo.
Sonríe, porque cree que no pega mucho
allí, entre esas serias paredes, entre esos muebles antiguos. Sonríe, porque a
pesar de creer que es una hermosa estampa, nunca pensó que ella, precisamente
la Señorita Doña Teresa, fuera a enmarcarla para colocarla en su dormitorio.
Sale por fin sin dejar de sonreír, pero sin fijarse, sin tan siquiera
percatarse de que el lienzo es parecido a
aquel comprado por ella, pero no igual, que el lienzo, aun siendo semejante, no
es el mismo. Un elemento nuevo ha venido a sumarse al conjunto, ahora no hay un
hombre sólo mirando la puesta de sol en el horizonte, ahora, a su lado, de
espaldas también y asida a su mano, hay una mujer de larga melena, piel blanca
y cuerpo torneado.
Cierran la puerta y el ascensor vuelve a gemir al
descender.
http://www.arnedo.com/contenidos/pdf/concursos/acta1_1.pdf
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