A la espera. Marzo 2016




            Estoy de pie, de pie en una habitación. Mi mano derecha, sostiene una sábana que envuelve mi cuerpo desnudo. De pie, parada delante de una ventana. He cerrado los ojos. Tengo los ojos cerrados. Prefiero mantenerlos así, no necesito abrirlos. Sé que estoy en la torre de este castillo transformado en pazo, El Castillo de la Isla de Santa Cruz. Esta isla es como un barco, mi particular barco anclado a tierra por un puente de madera. Si el puente se rompiera, tal vez la isla-barco partiera a la deriva a través de las aguas del Atlántico. De momento está quieta, varada, al igual que yo en esta habitación. Más allá de estas paredes, si abriera mis ojos, vislumbraría a través de la ventana, el verdoso azul de las aguas del mar, el reflejo dorado de la arena de la playa, el verde de los taludes que circundan la costa, y sobre ese verde, el azul, el rosa de las hortensias que tapizan las laderas. Colores que se superponen,  hasta precipitarse en la orilla,  hasta amalgamarse en la humedad azul.
            Estoy de pie, tú estás detrás de mí. Siento tu respiración. Tú… sin saber que nombre ponerte, sin saber cuál eres de todos ellos: José, Benito, Lázaro, Narcís… Dejo caer la sábana al suelo, tu mano dibuja en mi espalda arabescos, mi piel, al contacto con ella, se transforma en esas flores de hortensia, de esta forma, mi espalda se llena de hojas verdes, de pétalos rosas, azules… flores que se precipitan hacia el mar de deseo que anida entre mis piernas. Te pegas a mí, y yo te ofrezco ese mar por entero, mi mar, para que navegues en él a lo largo y ancho del mismo. Quisiera detener el tiempo, quisiera nunca más abrir los ojos. Detener el tiempo en esta isla, en este momento. Quisiera que tú, José, Benito, Lázaro, Narcís, te quedarás aquí para siempre, dentro de mí, porque sé, que sin tu ancla, partiré de nuevo a la deriva. De esta forma, todo sería más fácil: el pensar, el escribir, el vivir…
            Cierro mis ojos más fuertemente aún, mientras tus suspiros se introducen en mi oído. Siento que tu boca es como una hermosa caracola que pudiera conservar para siempre en su interior el rumor del mar, mi rumor, nuestro rumor. Me imagino que soy la propia nereida Anfitrite y tú eres el dios Poseidón, y moraremos en esta isla mientras traemos al mundo a tritones y sirenas.
            Abro los ojos, no estoy en ninguna isla, no vivo en ningún castillo, y ni tan siquiera me llamo Emilia. Tampoco hay ningún José, ningún Benito, ningún Lázaro, ningún Narcís… Pero sí hay un “tú”, hay un nombre que pienso cada día, pero que no pronuncio, que no escribo, porque sólo quiero que exista aquí, dentro de mi mundo, dentro de esta isla-barco que yo construyo cada día para que dé cabida al deseo. Así que robo paisajes lejanos, me apodero de nombres que no existen en mi vida, y trato así de preservar de la corrosiva e implacable realidad el deseo que por ti siento, el deseo que nunca quiero dejar de sentir. Transformo realidad y fantasía superponiéndolas a mi antojo, y me acojo a la distancia que nos separa y la imposibilidad de verte para salvarme de morir ahogada, ahogada en este mar de deseo. Y me quedo a la espera, siempre a la espera… a la espera de nuestro próximo encuentro.




Nota del autor: La isla que se nombra en este pequeño relato existe de verdad, la Isla de Santa Cruz. Allí vivió la escritora Emilia Pardo Bazán, esposa de José Quiroga Pérez, del que se separó para unirse a Benito Pérez Galdós, y tuvo amoríos fulminantes, entre otros con Lázaro Galdiano y Narcís Oller.
           

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