La mujer del bikini negro. Año 2011






    El monte se dibujaba imponente allí mismo, ocupando la mayor parte de la superficie del horizonte visto. Si uno estirara sus manos, tendría la impresión de poder tocarlo, de poder acariciar suavemente aquellas laderas verdes, pero esto, sólo era una ilusión óptica ya que, aunque ciertamente estaba cerca, aún le separaba una considerable distancia, acrecentada por el río que había que sortear para llegar a los campos que rodeaban su base.
        Alrededor todo era ruido. El verano, como siempre, traía a aquella piscina el desorden de la gente, el olor a bronceador, la algarabía de los pequeños. Chapoteos y voces se mezclaban por igual. El sol brillaba implacable, expandiendo sus rayos en aquel cielo azul de agosto. Gafas de sol, cuerpos tostados, refrescos, helados... La vida debiera ser como un helado dulce y fresco que uno pudiera devorar a su propio antojo, lentamente dejándolo deshacerse contra el paladar de la boca o sorbiéndolo ávidamente. La vida debiera ser muchas cosas, pero a veces no era más que ése mismo helado derretido, que el sol termina por consumir sin que nadie pueda aprovecharse de su sabor, de su frescor. La vida, en la mayoría de las ocasiones, era una mera ilusión óptica como la de ese monte plantado delante de aquellas instalaciones veraniegas; algo tan cercano, tan al alcance de la mano, pero sólo aparentemente.
        Existía también en aquella tarde una felicidad líquida que parecía mezclarse con el agua azul donde los acalorados bañistas trataban de disipar sus calores. Un tipo de felicidad colectiva que parece repartirse por igual cuando un considerable número de personas realizan la misma lúdica actividad.
        La mujer del bikini negro se solazaba en sus pensamientos tras los cristales oscuros de sus gafas de sol. Felicidad... pensaba precisamente en ello, pero en esa otra felicidad más íntima, la que aguarda en el espacio de una caricia, en la intensidad de una mirada. Era excesiva para la vista aquella profusión de cuerpos al sol en las toallas, paseando por el césped y con cabezas emergentes en el recuadro de la piscina. La vista no atinaba donde posarse. Contempló largamente el cuerpo musculado y aún prácticamente imberbe de un adolescente, y obscenamente se deleitó pensando en lo que sería cabalgar sobre aquel muchacho; pero no, no era ya tiempo de ejercer de maestra de ceremonias. Estaba cansada, se sentía cansada hasta para eso. Era mejor abandonarse, había llegado el tiempo de dejarse hacer sin oponer resistencia y lo que realmente le gustaba ahora, eran los hombres maduros, con un pecho de vello ensortijado en el que poder reposar su cabeza burbujeante de pensamientos.
        La mujer del bikini negro enciende un cigarrillo parsimoniosamente. Sus labios se fruncen formando arruguillas alrededor del rubio filtro, un anticipo de la edad que inexorablemente va cercenando la juventud cada vez más lejana. Aspira con deleite y exhala el humo en blancas volutas que se deshacen en la caliente tarde. La vida se apura, se succiona como ese cigarrillo, pero como su humo, termina por desvanecerse, por difuminarse, por convertirse en nada.
        Apaga el cigarro y se levanta, un mohín de cansancio, aburrimiento o mero desdén asoma en su semblante. Se detiene un momento a mirar a una joven madre con una pequeña niña de la mano. Hace mucho tiempo, aunque no tanto, a pesar de que a ella en ese momento le parezca toda una vida, ella también fue  una joven madre, ¿feliz entonces? Tal vez, no en vano era más ignorante y la ignorancia es un salvoconducto para ser feliz. Ahora, la maternidad, es como un bocado cargado de sabor que ya se ha consumido, que habiéndose tragado y digerido, aún conserva restos de su sabor entre los dientes. Su hijo ahora está en su propio camino, inmerso en sus propios descubrimientos, y en eso, ella no tiene ni quiere tener cabida ya.
        La vida es un instante, un flash en el que el ayer y el hoy se entrecruzan, se funden de tal manera que el tiempo pierde su medida, porque muchas de las cosas que se vivieron ayer, parece que sucedieron apenas hace un instante. La mujer del bikini negro se desliza en el bucle del tiempo de sus recuerdos, anclada no obstante a todo lo que este presente pueda ofrecerle, de momento esto: una cálida y brillante tarde de piscina.
        Las ramas de un sauce son movidas por la brisa y una lluvia de hojas desciende lentamente hasta el suelo. El verano languidece ya, como la tarde. Tal como languidecen también los sueños de la mujer del bikini negro, porque por mucho que a veces pretenda creer que aún no es tarde, que aún hay tiempo, sus etapas ya están cumplidas, vividas. Ahora le queda buscar en los cielos de las cuartas, de las quintas, de las ya innumerables esperanzas.
        Arroja la colilla consumida a una papelera. Ella misma a veces ha llegado a sentirse así, llena de papeles inútiles y ajados, como ese mismo recipiente que observa. Sonríe cansadamente, pero aún así uno puede llegar a imaginar sin mucho esfuerzo, los restos de una gran belleza pasada. Recoge su toalla, echando un último vistazo a la piscina. Camina impulsada por sus esbeltas piernas en las que la celulitis es evidente, pero aún así, uno puede fantasear con piernas de gacela. Camina hacia su casa, hacia otro nuevo día, hacia otro nuevo tiempo. Atrás queda la piscina, por delante su vida y entre ambas, recortada su silueta contra el alto monte: la mujer del bikini negro.

Comentarios

Entradas populares