Dejando atrás. Año 2011
Hoy vino el librero, le había
llamado la pasada semana y hoy ha venido, tal como acordamos. No regateé mucho,
creo que tampoco era necesario. De todo este proceso de desprendimiento
iniciado, ésta ha sido la parte más difícil para mí, lo que más me ha costado.
Sé que resulta irrisorio, pero me siento vacía sin ellos, porque más allá de la
historia contenida en cada uno, existía otra historia paralela: el momento de
la compra, el instante en que me hicieron
compañía, las sensaciones que en mí generaron, y toda esa sucesión de recuerdos
anclados en muchas de sus páginas.
No
me costó nada deshacerme de los muebles. No tenía especial cariño a ninguno de
ellos, me acompañaron cumpliendo su labor de utilidad, pero poco más, la madera
no alberga palabras, sólo dureza y silencio; el mismo silencio al que la casa
lentamente se ha ido quedando expuesta en su desnudez. Desnudas las ventanas
sin cortinas, desnudos los suelos sin alfombras, desnuda habitación tras
habitación, tras el goteo incesante de muebles que lentamente fueron
desapareciendo. Ahora, lo último que me quedaba eran ellos, pero, ni eso ya
tengo. Se han ido también, salieron en cajas de cartón, como pequeños y
lúgubres ataúdes, dentro tantos años, tantas cosas, tanta vida. Ayer, aún estuve
despidiéndome, acariciando sus lomos, dejando perder mi sentido del olfato
entre el papel tintado. Me he quedado con media docena, seis elegidos que
estarán a mi lado hasta el final. Escogerlos no fue tarea fácil, es más, me
llevó varias noches sin dormir. Me harán compañía allí donde voy, a través de
ellos puedo evocar importantes partes de mi vida, en ellos puedo encontrarme,
reconocerme y evocarlos a ellos, a todos los perdidos.
No
sé cuándo comencé a sentirme fuera de lugar, cuándo empecé a tomar conciencia
de que el que hasta ahora había sido mi hogar no podía seguir ofreciéndome
refugio, protección. Cuándo las puertas, los mandos de la cocina, los grifos,
las llaves de la luz, se confabularon para sublevarse y revelarse contra el
orden metódico que hasta entonces les había sido otorgado. Cuándo yo misma,
dejé de ser yo, la conocida, para verme suplantada por esta otra, tan torpe,
tan olvidadiza, tan... Primero fueron pequeños olvidos, una luz no apagada, un
grifo no cerrado; para pasar más tarde a incidentes mayores, un resbalón en una
alfombra, un golpe contra una puerta, el alarmante olor a gas inundando la
cocina.
Soy
vieja, no, no me gusta esa palabra, viejo significa algo deslucido, estropeado
por el uso, no creo que ninguna persona se desluzca, se estropee cual utensilio
o juguete olvidado. Soy mayor, prefiero definirme así. Ser mayor, hacerse
mayor, es una consecuencia lógica del paso del tiempo, pero ¿ha de ser también
lógica la merma de facultades? Me niego a ello, al menos hasta hace nada me
negaba. Ahora, no he tenido más que replegarme dentro de mi propia negación y
afrontar esta realidad que cada día se muestra más nítida. Me queda al menos
esto, la nitidez de pensamiento, afortunadamente, en esto, el paso del tiempo
no ha podido hacer su efecto. Gracias a ello he podido tomar esta decisión, ver
claramente lo que me queda, a lo que tengo que acogerme.
Recuerdo
la inflexión en la voz, la expresión en el rostro de Mario cuando se lo
comuniqué. Más allá de la sorpresa inicial, sé que para él ha sido un alivio,
un gran alivio, porque por debajo de su negación y por mucho que insistiera en
hacerme cambiar de opinión, el que yo misma haya elegido esto, le ha facilitado
su propia vida. Pero al fin y al cabo, creo que eso ha sido un cometido que he
llevado a cabo desde el día de su nacimiento, el facilitarle la vida.
Y
así, tranquila, que no esperanzada, porque aunque siempre pensé, haciéndome eco
del manido dicho aquel de que “la esperanza es lo último que se pierde”, que
ésta por tanto nunca me abandonaría, no voy a engañarme, no voy a disfrazar de
comienzo lo que no deja de ser un final, un epílogo para una vida, en este
caso, la mía, ¿y ha de seguir la esperanza presente en un final? No, ¿no?, no
lo sé... Y con todo, con esto, con aquello,
con la casa vacía, con los muebles lejos, con los suelos fríos, con las paredes
desnudas, con la aparente aquiescencia de Mario, con todo y mucho más aún, lo
único que me ha dolido, lo único que sé a ciencia cierta que voy a echar en
falta, es a ellos, a los que hoy se han ido, a los que ahora sabe Dios dónde
reposarán, a que manos irán a dar, que ojos volaran entre sus letras, que
estanterías ocuparán. Es mi última gran pérdida, la tuya, irreparable, ya no
puede dolerme más.
Estoy segura de
que ser mayor no significa ser idiota, puedo afirmar sin equivocarme y sin
resultar engreída que no estoy falta de entendimiento, que no carezco de
instrucción, y a pesar de todo ello, o precisamente por todo ello, hoy, ahora,
no puedo dejar de llorar, y no precisamente por marchar, sino por ellos, por
mis libros, mis queridos, mis amados libros. O quizás los he elegido como mera
metáfora para toda una colección de recuerdos, quizás quiero ver representada
en ellos toda mi vida, de esta manera, deshacerme de ellos ha sido como
despojarme de todo lo anterior, como dejar atrás la totalidad de todo lo
vivido. Sé que es un poco irrisorio el pensar que dentro de un buen puñado de
libros uno pueda albergar cientos de pasajes de su vida, pero para mí, ellos
eran el catalizador a través del cual yo colocaba ordenadamente mis secuencias
vitales.
Mi
ropa reposa ya en un par de maletas, también en esto tuve que imponer un orden
y desprenderme de aquello innecesario, cosas que una nunca llega a volver a
ponerse. En mi nueva habitación hay un armario, no es nada grande, pero lo
suficiente para lo que ahora tengo. Mañana despertaré por última vez entre
estas paredes. Mañana cogeré mi maleta, como tantas otras veces, pero ahora
será un corto viaje y sobre todo, un viaje distinto. El destino lo he elegido
yo, o tal vez él me ha buscado hasta llevarme allí. Verdaderamente, el sitio no
está tan mal, apenas entornando un poco los ojos podría parecer cualquier
hotelito de categoría media y no una
residencia con un nombre ñoño, como todas. ¿Me engaño a mí misma? No lo creo,
pero tampoco me olvido de que siempre he querido disfrazar muchas de mis
realidades pasadas.
No
sé por qué tuviste que dejarme... Ya está, lo he pensado. Primero te fuiste tú,
ahora ellos. ¿Qué queda? Todo y nada, mucho, pero demasiado poco. Aparto los
pensamientos con un movimiento de mano al aire. Recapitulo estos últimos tiempos:
tú me has dejado, sin saberlo, pero te fuiste, Mario me dejó hace muchos años, creo que los
hijos abandonan a sus padres desde el momento en que aprenden a comer, vestirse
y limpiarse solos; y ahora, mis libros me han dejado también, aunque en este
caso haya sido yo quien los ha dejado marchar. Bien, no volveré a repetirlo y
trataré de no pensarlo, no quiero el lastre de la tristeza, la conozco y sé que
no es conveniente en ningún caso. Debo por tanto ser la última en partir, al
menos así parece haberlo decidido este incontrolable e imprevisible destino.
No
sé cómo será mi vida a partir de ahora, porque una cosa es pensar, imaginar,
hacerse una composición de situación, y otra es llevarla a la práctica, vivir
realmente aquello que imaginamos. No quiero darle más vueltas aunque creo que
ya lo he hecho, y demasiado. Apago las luces, me sumerjo en la oscuridad de la
noche para esta despedida. Para ti, ya no me quedan lágrimas, y para ellos, no
quiero derramar más. Me duermo, abrazada a hilos de esperanza, enredada en los
últimos pequeños y gastados sueños, tan arrugados como yo misma.
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