Mañana. Relato Ganador. Octubre 2013




          La mujer joven miró a la desconocida que tenía enfrente. Se fijó en el óvalo, algo descolgado ya, de su rostro. Sus ojos recorrieron las arrugas que tenía alrededor de los mismos y se posaron sobre las bolsas, ligeramente abultadas, por debajo de sus párpados inferiores. Circundando los labios, aún carnosos, comprobó que también las arrugas se presentaban sin pedir permiso, y sin ningún atisbo de recato, haciéndose más pronunciadas, al igual que las de los ojos, cuando ésta sonreía. No conocía a aquella mujer, pero tenía claro que el paso del tiempo había comenzado a hacer mella sobre su persona, al menos, sobre su físico. Su pelo, que antaño debió lucir un tono castaño profundo, dejaba entrever, al menos cercano a sus raíces superiores, el reflejo plateado de múltiples canas. ¿Cuántos años podría tener aquella desconocida? Estaba claro, al menos para ella, que hacía tiempo había superado la barrera de los sesenta. Esa barrera donde uno ha de pensar que ya es más corto el camino que le precede que el dejado atrás. Seguramente uno no se verá reconocido en su imagen, porque curiosamente, el pensamiento nunca se amolda al paso de los años, al contrario que el físico, éste planea por encima de cualquier pérdida de colágeno, nunca yendo acompasado a la cronología real de la persona. Uno, por regla general al menos,  siempre se siente más joven de lo que es, y por ende, encuentra o quiere encontrar, o quiere convencerse en su reflejo, de esa supuesta juventud adicional, añadida artificialmente por los subterfugios del pensamiento.
          La mujer joven sonrió a la desconocida, y ésta le devolvió la sonrisa. Pensó que no era justo el paso del tiempo, que éste era un veneno que aunque lentamente, pero sin descanso, se va inoculando subcutáneamente, recorriendo la anatomía, aposentándose en el cuerpo como un tirano absolutista que termina por alzarse con el poder sin derrocamiento posible ya. Pero el tiempo es lo inevitable, se consume entre inspiración y expiración, se va deshaciendo en cada parpadeo, es más y es menos, quita y pone, y dentro de todos esos antagónicos, dentro de todas esas contradicciones que rigen nuestros momentos, vamos consumiendo nuestra vida.
          Dio la espalda a la desconocida, y se encaminó hacia la sala. Abrió las puertas inferiores del mueble que presidía ésta, y rescató de su interior un álbum de tapas color verde. Lo abrió. Allí dentro se encontraba condensado el tiempo, atrapado en imágenes. Momentos capturados donde las arrugas, las canas,  no podían avanzar ni desmejorar el físico de las personas expuestas en los mismos. La magia de la inmovilidad, de la quietud absoluta, del reloj congelado para siempre en un día determinado, en una hora determinada, en poses estudiadas a veces y otras, meramente tomadas al azar. Sí, allí estaba ella sonriendo sorprendida, clavando sus pupilas en un objetivo, en estos momentos, en ella misma. Que distante, que mero parecido con la desconocida con la que apenas hacía un instante se había encontrado en el espejo del cuarto de baño.  Ésa sí era ella, la que siempre había sido, la que nunca había dejado de ser, la que seguía habitando su mente y su discurrir sobre la cotidianidad de los días. La misma que veía refleja en los ojos de él cuando cada día se asomaba sobre su ajena, pero ya tan propia, mirada.
          Él. En ocasiones hacemos nuestra otra mirada, hacemos privativo otro cuerpo, hacemos hasta inalienable otra alma. Hay sentimientos que nos vuelven posesivos, que nos alejan de la libertad propia y ajena. Tratamos de reafirmarnos, de prolongarnos a través de otra vida. Omitiendo en la mayoría de los casos, la individualidad de la persona que está a nuestro lado. Allí, en el reflejo de la otra mirada, en el reconocimiento de una sonrisa, de un olor específico, de un abrazo reconocido, en un cerrar de ojos y volar, cubierta por sensaciones, envuelta entre las capas de deseo, sigue perdurando la esencia primigenia de la persona que ha sido ella, de la mujer joven que cree sigue siendo. La misma, cuya juventud asombrada y con ganas de descubrimientos, sonríe a través del papel matizado de las viejas fotografías.
          Cierra el álbum junto con sus pensamientos,  coge su bolso colgado en un perchero de la entrada, rescata unas llaves del fondo del mismo. Una vuelta de llave y la mujer mayor desconocida se queda allí, colgada del espejo del baño. La joven,  sale a la calle, a enfrentarse con un nuevo día, sin tener consciencia de que el tiempo pasa rápido y no regresa, y que lo que no haga hoy, lo que no escriba hoy, lo que no hable hoy, no volverá mañana. Pero de eso, precisamente de eso, tendrá consciencia mañana, siempre que haya, que tenga un mañana.


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