Madame Gautreau. Mención de Honor. Año 2008

No sé muy bien cuándo comenzó todo aquello, me sería imposible responder a preguntas concretas del tipo: ¿cómo?, ¿por qué? Al igual que uno no puede determinar el día exacto, el momento, el instante preciso en que el sol pasa de ser un mero astro brillante allí arriba a lo lejos, para transformarse en esa bola inmensa de fuego que derrite los asfaltos en verano. No, para estas cosas no hay exactitudes, hay lentas metamorfosis, largas sucesiones de días, inmensas acumulaciones de horas, que dan como resultado un hecho concreto, tal como el verano, tal como lo que ahora soy, en lo que me he llegado a convertir, pero en este caso, al contrario que el verano, el cual nunca será infinito, sino que a su vez irá mutándose hasta alcanzar un otoño, no estoy muy seguro de que esto mío vaya a tener ningún otro matiz añadido, ninguna nueva transformación esperando al paso de los días.
    Demasiado normal, creo que siempre he sido demasiado normal, y quizás sea esa la raíz del problema, uno nunca ha de ser ni tener demasiado, es preferible un poco, un poco de todo, de normal, de extraño, de alegre, de interesante, etc. Esos pocos son los que van conformando el tipo de cóctel que es una persona. Demasiado normal y aburrido, un cóctel, el mío, de difícil digestión, sí, lo reconozco, y encima tímido, tres rasgos, para colmo de males elevados al superlativo.
    Siempre me ha gustado ser profesor, sobre todo la enseñanza referente al arte, lo disfruto y creo que soy capaz de transmitir a mis alumnos ese goce; cuando algo se hace con pasión, se nota. Había ojeado aquel libro montones de veces, ¡como para no hacerlo! Llevaba ya varios años impartiendo los conocimientos citados en el mismo. Siempre me había llamado la atención un retrato, aparecía hacia la mitad del temario, me gustaba pasar las hojas al vuelo y contemplarlo, aprovechaba mis ratos de descanso, el tiempo muerto entre clase y clase para hacerlo. Como aquel que mueve un abanico, pasaba las hojas y mis ojos se posaban en ella, ahí estaba, de perfil, soberbia, enigmática, cautivadora. Como una voraz enredadera, la imagen de Madame Gautreau se fue instalando en mi interior, compartiendo y al final siendo la práctica protagonista de mis pensamientos. No, no estaba loco, no estoy loco, eso sería lo más fácil, la explicación más plausible que se podría encontrar para algo así.        
    Traté de saber más, de conocer a fondo aquel cuadro, aquel retrato. Ella, impertérrita, seguía en su aquiescente perfil, ahora ya no solo desde el libro, sino a través de las múltiples reproducciones con las que logré hacerme y terminé por empapelar toda mi casa. He de decir, que el hecho de ser soltero y vivir solo, fue de gran ayuda, hubiera sido complicado hacer partícipe de semejante obsesión a un compañero de piso, y mucho menos, a un amor.
   Madame Gautreau terminó por apoderarse de mis sueños y hasta de mis realidades, ¿acaso iba  a ser yo menos que Luis II de Baviera, el cual fue capaz de viajar a París solamente para poder contemplarla subiendo las escaleras de la ópera? ¡Ah!, cuanto envidié a Sargent, tanto que al final, la envidia casi se transformó en odio, no en vano, ella había posado para él, él la había contemplado desde todos los ángulos, hasta dejarla plasmada, ya para toda la eternidad, en esa pose altanera.
    Llegué a un punto, en que todo me sabía a poco. No me bastaban las reproducciones, las infinitas copias visionadas del cuadro. Decidí seguir los dictados de mi corazón, por otra parte, el amor verdadero sólo se presenta una vez en la vida y yo, sabía con toda certeza, que después de ella, ya no podría haber nadie.
    Aprovechando unas vacaciones de verano, viajé a New York, allí me esperaba, ¡tenía una cita con ella! ¿No os parece increíble? Traspasé las puertas del Metropolitan con la misma ilusión y nerviosismo que si ese día fuera el día de mi boda. Y allí estaba ella, resplandeciente, radiante, tan hermosa como inaccesible. Le declaré mi amor, mi amor eterno, ella no se dignó mirarme, siguió erguida, desafiante en su bello perfil. No me importó, no me importa. Desde entonces, vuelvo cada año, sé que ella, a sus 24 años, se ha transformado en imperecedera, yo, sin embargo, me voy haciendo mayor, pero fiel al amor que por ella siento.
    Nunca le he contado a nadie este particular secreto, creo que nadie podría entenderme, además, y aún sabiendo que no es un rasgo que me honre, con el tiempo he ido desarrollando y agudizando el sentimiento de los celos, sí, celos de que otros puedan posar sus ojos en su imagen, celos de la admiración que el cuadro pueda despertar en esos otros, así que ya veis, cada nuevo curso, solicito a los alumnos sus respectivos libros de texto, una vez en mis manos, procedo a arrancar todo referente a la obra de Sargent, toda pista o imagen que pueda conducir a ese retrato, que pueda llevar hasta mi amada. Los alumnos me miran, se miran entre ellos, pero yo no tengo por qué dar explicaciones. .

    Demasiado, siempre he sido demasiado, y en esto, en cuestiones de amor, no podía ser menos.   

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