Planeta Azul. Diciembre 2012










          El niño contempló en la palma de su pequeña mano aquella bola azul. Su tacto era frío y duro, pero en su interior parecía latir un pequeño corazón que palpitaba impulsando luz en varios matices de azul. La sujetó entre sus dedos y la alzó hacia la luz que se filtraba a través de la ventana de su habitación. Así contemplada, aún era mucho mejor, mucho más atrayente, porque aquella bola, parecía hacerse transparente, aunque una transparencia teñida también en diversos matices de azul.
          El niño sonrió, porque  aquella pequeña canica le recordaba mucho a las reproducciones de planetas que había visto en libros. Era redonda y bien podría pasar por un planeta azul, pero todo azul, no como éste llamado Tierra, en el que le habían explicado,  hacía pocos días, que era donde vivía, donde vivíamos todos. La Tierra, aparte del ya citado color azul, poseía muchas manchas de marrón.
          Imaginó que encogía microscópicamente, y que por arte de magia se transformaba en el único habitante de aquel imaginario planeta. Allí no habría colegio, ni padres que le dijeran lo que estaba bien, lo que estaba mal, lo que podía comer, lo que no podía comer, lo que tenía que ponerse cada día, lo que… Tampoco habría hermanos mayores que le llamaran enano a cada momento, y que encima le pegaran. Tampoco existirían hermanos pequeños, de esos que por las noches lloran y que acaparan toda la atención de los padres y hasta de los abuelos. Por supuesto, no habría ningún niño allí dentro llamado Alberto, porque como no habría colegios, no tendría que verlo cada día, ni aguantar que fuera más alto que él, que fuera más fuerte que él, que se creyera más listo que él, y esto último, encima sin serlo. Sería un mundo sin relojes, porque ¿para qué iba a necesitarlos? Además, los de agujas, nunca había llegado a entenderlos. Un mundo sin jabones también, porque estaba harto de lavarse las manos, de lavarse los dientes, de lavarse el pelo, es que ¿para qué hacía falta lavarse tanto? Tampoco habría cordones en los zapatos, pues estaba cansado de tener que hacer ese nudo como un lazo, que le salía fatal y que siempre se le deshacía. ¡Ah! Y sin botones, ya que era muy incomodo eso de tener que abotonarlos.
          Como el mundo era azul, sería un mundo repleto de días azules, días de verano, donde pudiera comer todos los helados que quisiera, todas las pastillas de goma que quisiera. Un mundo repleto de piscinas, que no cubrieran, eso sí, porque lo de nadar como que aún no lo tenía muy claro, aunque mira que bucear ya sabía, y nadar era igual, pero con la cabeza fuera, pero no, aún no había sido capaz de hacer las dos cosas a la vez: darle a los pies y mantener fuera la cabeza. También quería playa, pero pensó que sería complicado, porque en todo ese azul no quedaría hueco para el dorado de la arena, aunque si era algo reducido, tal vez pasara desapercibido, podía incluirla en esas transparencias donde el azul se difuminaba, porque eso de excavar túneles y construir castillos de arena también le gustaba, le molaba, como decía él. Y que no se le olvidara, quería un parque de atracciones, con coches de choque, noria, barca vikinga y puestos de palomitas y algodón de azúcar. ¡Ay!, que mundo más bonito, y sólo para él, única y exclusivamente para él.
- ¡Edu! Vente ya, que está la cena.
La voz de su madre le despertó de sus sueños, asustándole. La canica azul se soltó de sus dedos precipitándose contra el terrazo del suelo.
-¡Pero qué haces! Como hayas roto algo te voy a dar…
El niño se agachó, la canica azul se había descascarillado en un lado. Ya no era para nada un redondel perfecto. Un brillo de desolación se asomó en su mirada, pero la incursión de su madre en la habitación le hizo moverse con rapidez hacia la cocina. Era la hora de la cena, volvía a su mundo de muchos colores, a su mundo de relojes, de…
- Vete a lavarte las manos antes de cenar, y date garbo, que ya es hora.
A su mundo de jabones, de padres, de hermanos pequeños, de hermanos mayores. Miró hacia al suelo, para comprobar que, como siempre, tenía los cordones desatados, porque claro, también habían vuelto ellos, los cordones a este mundo. Mañana también volvería el colegio, y por supuesto, allí estaría de nuevo el temido y odiado Alberto. Al menos, quedaba la esperanza de que era mayo, de que los días azules de verano estaban a la vuelta de la esquina, de que habría tardes de piscinas azules, de que tal vez también habría días de playa, porque había escuchado a sus padres días atrás hablar de ello, de irse todos a pasar unos días a la playa. Así que tal vez el Planeta Azul, su Planeta Azul, no estuviera tan perdido, además, su hermano mayor tenía una caja llena, pero muy llena de canicas. Quizás podría entrar una tarde de estas y mangarle alguna sin que éste se diera cuenta. Había canicas verdes, amarillas, marrones, también azules.

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